Espero que sea así, aquí les dejo el texto:
"... El amanecer del
día 20 de junio de 1993 nos pillaba a los de la segunda sección de la Cía
Austria preparándonos para entrar de guardia en el destacamento de Jablanica.
Entraba la sección al completo de sus efectivos, un procedimiento que
proporcionaba una buena dosis de eficacia al servicio. Todos sabíamos lo que
teníamos que hacer, lo hacíamos muy frecuentemente - hicimos guardias hasta
decir basta - y lo hacíamos siempre los mismos. En mi caso, contaba con tres
jefes de pelotón de una calidad excepcional y los cabos y legionarios provenían
de la 5ª compañía, que era la unidad que yo mandaba en Puerto Rosario, así que
me consideraba y lo era, un privilegiado.
En cuanto el vehículo, que desde
el hotel traía el desayuno, entró por la puerta del destacamento, mi gente se
apresuró a ir al comedor con la idea de desayunar con tranquilidad, antes de
que llegara la hora de proceder al relevo. Decía en la primera entrega que en
Jablanica se comía muy bien y el desayuno no era una excepción. Literalmente
sobraba comida y si soy sincero, lo de comer tan bien en un lugar en el que sus
ciudadanos, mujeres, niños, ancianos y varones pasaban literalmente hambre,
crea un problema de conciencia que resultaba extremadamente incómodo.
De hecho, desde que llegamos al
destacamento todos los de la sección guardábamos parte del desayuno y al
terminar, mi gente se acercaban a la alambrada y repartían los pasteles,
bocadillos, embutido, zumos y “pudingos” - una especie de yogur – a los niños
que se colocaban allí con la puntualidad que sólo da el hambre.
Poco a poco
cada uno de los legionarios, cabos, jefes de pelotón y el propio teniente
fuimos adoptados por uno de esos chavales que se nos repartieron en virtud de
un mecanismo desconocido, al menos para nosotros y cada día reservábamos de lo
nuestro y de lo que nos dejaba guindar Cornelli, que sabía mirar para otro lado
cuando convenía y se lo dábamos al niño o niña correspondiente.
A los niños les había bastado los
seis meses de permanencia de la AGT Málaga, para expresarse en un castellano
sorprendente. Si me permiten el oxímoron, chapurreaban nuestro idioma con una
perfección sorprendente, por poner alguna pega a esa perfección, quizás habría
que señalar un vocabulario demasiado
“cuartelero”, pero era una maravilla como hablaban nuestro idioma.
Partía el alma ver a aquellas
criaturas alegres, amables, sonrientes a pesar de lo que estaban pasando. Eran
un ejemplo maravilloso de adaptación a la situación y de una asombrosa
capacidad de normalizar situaciones tan difíciles, como las que estaban
sufriendo.
Conste que los niños cuidaban de
obsequiar a sus patrocinados. En mi caso, la niña de unos 10 años que decidió
adoptarme, me trajo unos peucos en miniatura, de esos que se cuelgan en el
retrovisor del coche, tejidos en lana de color rosa, con las iniciales UN en
azul celeste y en la patente del tobillo tres franjas en rojo y gualda como
detalle de aprecio a mi nacionalidad. Los conservo todavía y los he tenido en
mis manos mientras escribía esto.
Además de los peucos, la niña me
regaló una pulsera con los colores de la bandera española en la que se podía
leer “kapetan”, es decir capitán. No vayan a creer que la niña no entendía de
empleos militares, resulta que en Bosnia lo de ser teniente – porucnik – tiene
que ser una birria monumental, lo descubrí sorprendido cuando todo el mundo,
tanto en Mostar, en Jablanica o donde fuera, me llamaba kapetan y cuando yo
corregía el tratamiento, todos decían, algunos con la sonrisita típica de estar
en el ajo: “Ne, ne, kapetan, kapetan..." Al final decidí que en el ejército
bosnio la carrera militar debía empezar por el grado de kapetan y lo de
teniente lo dejaban para gente de mal vivir y deje de corregir a los que así me
llamaban. Me encantó la pulsera y la guardé, aunque la guardé tan bien que no
la he vuelto a encontrar y todavía me pesa su pérdida.
Terminamos con el desayuno y
repartimos lo que había que repartir en la alambrada, me acerqué hasta el
sargento 1º Ávila y le ordené que apresurara a la gente y que se prepararan
para formar y pasar revista. Así lo hizo Ávila y al poco tiempo la sección
estaba formada en las cercanías del puesto de mando. Recibí novedades y pasé
revista. Mi gente lucía perfecta así que tras consultar el reloj y ver que
estábamos en hora, me dirigí al Puesto de Mando, donde di las novedades
correspondientes al capitán de servicio, el comandante Cora no estaba por allí
y solicité el permiso para llevar a cabo el relevo.
Relevamos y nos hicimos cargo de
la guardia. Tras despedir a la saliente nos preparamos para pasar la guardia de
la mejor manera posible. El cuerpo de guardia lo componían cuatro paredes de
sacos terreros, una mesa larga ocupaba casi la mitad del habitáculo, dos o tres
sillas de jardín algo maltrechas en la parte más cercana al hueco que hacía las
funciones de puerta, dos bancos de madera de una dureza e incomodidad como sólo
se pueden encontrar en un cuerpo de guardia, añadan ustedes la instalación
telefónica que me permitía ponerme en contacto con las garitas y el puesto de
mando y dos carpetas con documentación y ya estaba completo el inventario del
más que austero equipamiento.
Una vez finalizado el relevo de
los puestos, colocamos los BMR,s, en la proximidad de los puestos que tenían
ese apoyo señalado en el plan de seguridad del destacamento y mandamos traer el
hornillo con el que hacíamos café.
Una de las principales funciones
de la guardia, además de dar seguridad al destacamento, era controlar el flujo
de visitantes que querían entrar en el mismo. Para ello se les pedía la
documentación que se llevaba a Mando, donde algunas se fotocopiaban, mientras
que a los visitantes se les colocaba, para que esperaran el permiso
correspondiente, en una zona pegada a la alambrada que permitía fotografiarlos
discretamente desde la edificación de Mando, si los responsables de
Inteligencia lo consideraban oportuno.
Teníamos un centinela en la
puerta principal que estaba cerrada por la típica barrera oscilante, una de
cuyas misiones era advertir de la presencia de algún visitante y evitar, en la
medida de lo posible, que los chavales se acercaran demasiado a la puerta y que
ésta permaneciera “libre y despejada”. Un cabo sentado en un taburete en el
exterior del cuerpo de guardia, controlaba esa barrera, aunque en ocasiones la
labor la llevaba a cabo alguno de los cabos 1º o el propio suboficial.
La mañana iba transcurriendo sin
novedad, no había visitantes y las horas iban transcurriendo plácidamente.
Harto de tomar café, fumar y de machacarme los glúteos con el banco, salí a
estirar las piernas por las cercanías del cuerpo de guardia.
Frente a la barrera, una señora y
un anciano me miraban fijamente, me acerqué hasta el centinela y le pregunté
qué hacía esa gente allí. El legionario Ascanio, que era un tío currante,
cumplidor y además sobrino mío, puso cara de apuro, encogió los hombros, hizo
una mueca y con la barbilla señaló al lugar en el que se encontraba el cabo
“Metralla” que teóricamente debía ocuparse del control de los visitantes.
Me volví. El cabo, al que
conocíamos como el “Metralla” era un firma de cuidado, de hecho su mote real
era “el Metralleta” y lo traía con él cuando se vino a La Legión, se lo ganó en
el barrio de San Cosme, en Barcelona, sabría él por qué. Conmigo tenía poco
margen y procuraba cumplir a tope; en su tiempo lo pillé en dos renuncios
consecutivos, tuvimos una charla constructiva, llegamos a un acuerdo y desde
entonces procuraba comportarse conmigo como si de un santo se tratara, en justo
pago a mi bondadosa comprensión.
Aunque resulte difícil de creer,
el cabo se encontraba disfrutando de su game boy, una maldición bíblica para la
concentración de los legionarios, que habían descubierto en Bosnia la maquinita y el encanto sublime del Tetris,
lo que ocasionó que prácticamente todos los legionarios, algún sargento de la
básica y tenientes de infantería jovencitos se compraran la puñetera máquina y
en cuanto te descuidabas se olvidaban del mundo y se concentraban en el juego
de las narices.
Maldiciendo por lo bajo, me excusé
con la pareja que esperaba y llamé al Metralla, el cabo absorto en la partida
levantó una mano pidiéndome paciencia y continuó a lo suyo. Me sorprendió tanto
que me apoyé en los sacos terreros mientras boqueaba. No me lo podía creer, que
en La Legión un cabo pidiera que esperara a un teniente era algo impensable,
pero que el Metralla me lo hiciera a mí, era absolutamente imposible. Aunque
por muy imposible que fuera, me lo acababa de hacer.
Le di un bocinazo al Metralleta
que esta vez dio el salto que yo esperaba la primera vez y a la carrera se
acercó a la barrera, al llegar a mi altura, mientras me saludaba, musitó lo que supuse sería una excusa. Ya en dos o tres ocasiones el uso
indebido de la dichosa maquinita había ocasionado alguna disfunción, que diría
un moderno, entre los usuarios del cacharrito y un servidor. Llevaba tiempo
buscando la manera de que los legionarios utilizaran la dichosa máquina sólo en
sus horas libres y de pronto me llegó la inspiración, lo tuve meridianamente claro,
sabía ya cómo darles un escarmiento definitivo. Sólo conocía a alguien que
tuviera una afición mayor por la game boy que los legionarios y esos eran los
niños de Jablanica que literalmente babeaban a la vista de una de esas máquinas
del diablo.
Así que decidí llevar a cabo una
acción que combinaba la solución a mi problema con el cabreo de los legionarios
a los que ya había “advertido” seriamente y la alegría de los niños.
Me acerqué hasta el cuerpo de
guardia, eran las 10,30 horas de la mañana y le dije al sargento 1º: Paco a las
11,00 quiero todas las game boys de los legionarios y cabos de la sección, en
la mesa del cuerpo de guardia y ojo que ésta es una orden de las del rollo ese
de “sin excusa ni pretexto”, así que el que tenga la desgracia de que la
máquina no tenga pilas que se vaya preparando, porque no cuela. Ávila me miró
entre pensativo y resignado, se levantó, saludó y fue a cumplimentar la orden.
Me acerqué a la barrera que el
Metralla había abierto para que pasara la pareja y salí a la calle. En la acera
de enfrente cuatro chavales me miraban, les hice una señal para que se
acercaran y hablé unos momentos con ellos, los chavales rieron felices y se
desperdigaron.
Volví al interior del
destacamento mientras Ascanio y el Metralla me miraban fijamente con aspecto
preocupado. Me crucé con ellos, me saludaron, les contesté al saludo sin
siquiera mirarlos y me acerqué al cuerpo de guardia para ponerme un café.
Pensaba que me lo había ganado, encendí un cigarrillo y me dispuse a esperar
acontecimientos mientras sonreía y el 1º Arienza me observaba con expresión
inescrutable.
En pocos minutos comenzaron a
aparecer game boy sobre la mesa del Cuerpo de Guardia, el infeliz propietario
pedía permiso para entrar, dejaba sobre la mesa el cacharro y se despedía muy
reglamentariamente; resultaba claro que se había corrido la voz de que estaba
de mala leche, así que no hubo ningún intento de hablar conmigo. Cuando ya
había aproximadamente veinte máquinas sobre la mesa le pedí a Arienza que
formara la guardia. En cinco segundos la cosa estaba hecha y Arienza me daba la
novedad correspondiente, le dije que estuvieran a discreción pero sin fumar ni
hablar, los dejé unos minutos para que se cocieran en su propio jugo y salí a
darles la charla.
Les expliqué cuál era el
problema, no era una manía mía. El asunto del Tetris y las game boy distraía de
tal modo a los legionarios que en ocasiones la puñetera máquina podía poner en
peligro al jugador, al propio grupo y lo que es peor al cumplimiento de alguna
misión. Puse como ejemplo al Metralla que estaba tan absorto jugando, que había
pasado del centinela y para rematar había ignorado mis órdenes. Eso tenía que
terminar y ya lo había advertido con antelación, más de dos y más de tres
veces. Vista la reincidencia, ahora pondrían “voluntariamente” las máquinas a
disposición de los chavales que ya se agrupaban en las cercanías de la puerta y
que entrarían por turno para jugar al Tetris hasta la una de la tarde.
Advertí que era un aviso, pero
que era el último. El siguiente problema con las máquinas y el tetris, le
costaría al pringado el abandono de la misión, lo mandaría a España en el
primer avión y su jefe directo me tendría que dar las explicaciones pertinentes
y naturalmente añadí que si alguno tenía algún problema o quería opinar algo
sobre su voluntario sacrificio, podían discutirlo con el Metralla que era el
padre de la criatura. Sabía que le iban a maldecir los huesos, pero algo tenía
que pagar mi colega de San Cosme.
Ordené que los niños se pusieran
en fila y que fuera el propio Metralla, ayudado por el cabo Cayetano, un
canarión que conducía el BMR de Ávila, los que se encargaran de controlar los turnos. Al
principio mi gente estaba un poco mosca, me constaba que en el destacamento, a
veces había problemas para encontrar pilas y eso les preocupaba; pero poco
a poco la alegría de los chavales fue impregnando el desolado Cuerpo de
Guardia. No sé quién fue, pero alguien se ocupó y al poco rato había agua,
zumos y pastelillos para los chavales, que entusiasmados le daban a las teclas
con una concentración digna de mejor causa.
Fueron cambiando los turnos, las
sonrisas infantiles resplandecían y sin darme cuenta llegaron las 13,00 horas y
con la hora, la finalización del juego y la retirada de máquinas y jugadores.
Miré hacia la salida y tuve la satisfacción de ver, mientras salía el último
chiquillo dándonos las gracias, como una sonrisa iluminaba la fea cara del
Metralla...
El próximo domingo seguiremos con
la Guardia de Jablanica. Advierto a los lectores madridistas que estén atentos,
el equipo de sus amores va a tener un papel muy importante en el desarrollo de
la guardia y consecuentemente en el del relato. Si les quedan ganas, el domingo
la tercera entrega del relato.
Me ha encantado, Miguel.....un fuerte abrazo
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