Legionario en Bosnia 1993. Novena parte


Jablanica, la alambrada separa el destacamento de la calle. Al fondo la entrada

Los que sean fieles seguidores del blog, ya saben que los domingos descansamos de política y me permito "hablar de mi libro". Un libro titulado "Legionario en Bosnia 1993"  que lleva por subtítulo "Quince relatos cortos de una guerra larga". Cuatrocientas setenta y tres páginas en las que relato a mi manera, una serie de experiencias que tuve la oportunidad de vivir, junto a los hombres de la II sección de la compañía Austria, que encuadrados en la VIII bandera expedicionaria de La Legión, participamos en Bosnia de la misión encomendada a la AGT Canarias.

Para que se hagan una idea de como es el libro, les dejo un fragmento de uno de los relatos, éste se titula concretamente  "La guardia de Jablanica", creo que les gustará y les animará a adquirir el libro. Si así lo desean les basta con clicar en la imagen de la publicación que se encuentra en la columna a la derecha del texto, exactamente donde dice "Compra Legionario en Bosnia 1993, aquí" el enlace los llevará hasta la página que les permitirá comprarlo en Amazón.

Espero que sea así, aquí les dejo el texto:

"... El amanecer del día 20 de junio de 1993 nos pillaba a los de la segunda sección de la Cía Austria preparándonos para entrar de guardia en el destacamento de Jablanica. Entraba la sección al completo de sus efectivos, un procedimiento que proporcionaba una buena dosis de eficacia al servicio. Todos sabíamos lo que teníamos que hacer, lo hacíamos muy frecuentemente - hicimos guardias hasta decir basta - y lo hacíamos siempre los mismos. En mi caso, contaba con tres jefes de pelotón de una calidad excepcional y los cabos y legionarios provenían de la 5ª compañía, que era la unidad que yo mandaba en Puerto Rosario, así que me consideraba y lo era, un privilegiado.

En cuanto el vehículo, que desde el hotel traía el desayuno, entró por la puerta del destacamento, mi gente se apresuró a ir al comedor con la idea de desayunar con tranquilidad, antes de que llegara la hora de proceder al relevo. Decía en la primera entrega que en Jablanica se comía muy bien y el desayuno no era una excepción. Literalmente sobraba comida y si soy sincero, lo de comer tan bien en un lugar en el que sus ciudadanos, mujeres, niños, ancianos y varones pasaban literalmente hambre, crea un problema de conciencia que resultaba extremadamente incómodo.

De hecho, desde que llegamos al destacamento todos los de la sección guardábamos parte del desayuno y al terminar, mi gente se acercaban a la alambrada y repartían los pasteles, bocadillos, embutido, zumos y “pudingos” - una especie de yogur – a los niños que se colocaban allí con la puntualidad que sólo da el hambre. 

Poco a poco cada uno de los legionarios, cabos, jefes de pelotón y el propio teniente fuimos adoptados por uno de esos chavales que se nos repartieron en virtud de un mecanismo desconocido, al menos para nosotros y cada día reservábamos de lo nuestro y de lo que nos dejaba guindar Cornelli, que sabía mirar para otro lado cuando convenía y se lo dábamos al niño o niña correspondiente.

A los niños les había bastado los seis meses de permanencia de la AGT Málaga, para expresarse en un castellano sorprendente. Si me permiten el oxímoron, chapurreaban nuestro idioma con una perfección sorprendente, por poner alguna pega a esa perfección, quizás habría que señalar  un vocabulario demasiado “cuartelero”, pero era una maravilla como hablaban nuestro idioma.

Partía el alma ver a aquellas criaturas alegres, amables, sonrientes a pesar de lo que estaban pasando. Eran un ejemplo maravilloso de adaptación a la situación y de una asombrosa capacidad de normalizar situaciones tan difíciles, como las que estaban sufriendo.

Conste que los niños cuidaban de obsequiar a sus patrocinados. En mi caso, la niña de unos 10 años que decidió adoptarme, me trajo unos peucos en miniatura, de esos que se cuelgan en el retrovisor del coche, tejidos en lana de color rosa, con las iniciales UN en azul celeste y en la patente del tobillo tres franjas en rojo y gualda como detalle de aprecio a mi nacionalidad. Los conservo todavía y los he tenido en mis manos mientras escribía esto.

Además de los peucos, la niña me regaló una pulsera con los colores de la bandera española en la que se podía leer “kapetan”, es decir capitán. No vayan a creer que la niña no entendía de empleos militares, resulta que en Bosnia lo de ser teniente – porucnik – tiene que ser una birria monumental, lo descubrí sorprendido cuando todo el mundo, tanto en Mostar, en Jablanica o donde fuera, me llamaba kapetan y cuando yo corregía el tratamiento, todos decían, algunos con la sonrisita típica de estar en el ajo: “Ne, ne, kapetan, kapetan..." Al final decidí que en el ejército bosnio la carrera militar debía empezar por el grado de kapetan y lo de teniente lo dejaban para gente de mal vivir y deje de corregir a los que así me llamaban. Me encantó la pulsera y la guardé, aunque la guardé tan bien que no la he vuelto a encontrar y todavía me pesa su pérdida.

Terminamos con el desayuno y repartimos lo que había que repartir en la alambrada, me acerqué hasta el sargento 1º Ávila y le ordené que apresurara a la gente y que se prepararan para formar y pasar revista. Así lo hizo Ávila y al poco tiempo la sección estaba formada en las cercanías del puesto de mando. Recibí novedades y pasé revista. Mi gente lucía perfecta así que tras consultar el reloj y ver que estábamos en hora, me dirigí al Puesto de Mando, donde di las novedades correspondientes al capitán de servicio, el comandante Cora no estaba por allí y solicité el permiso para llevar a cabo el relevo.

Relevamos y nos hicimos cargo de la guardia. Tras despedir a la saliente nos preparamos para pasar la guardia de la mejor manera posible. El cuerpo de guardia lo componían cuatro paredes de sacos terreros, una mesa larga ocupaba casi la mitad del habitáculo, dos o tres sillas de jardín algo maltrechas en la parte más cercana al hueco que hacía las funciones de puerta, dos bancos de madera de una dureza e incomodidad como sólo se pueden encontrar en un cuerpo de guardia, añadan ustedes la instalación telefónica que me permitía ponerme en contacto con las garitas y el puesto de mando y dos carpetas con documentación y ya estaba completo el inventario del más que austero equipamiento.

Una vez finalizado el relevo de los puestos, colocamos los BMR,s, en la proximidad de los puestos que tenían ese apoyo señalado en el plan de seguridad del destacamento y mandamos traer el hornillo con el que hacíamos café.

Una de las principales funciones de la guardia, además de dar seguridad al destacamento, era controlar el flujo de visitantes que querían entrar en el mismo. Para ello se les pedía la documentación que se llevaba a Mando, donde algunas se fotocopiaban, mientras que a los visitantes se les colocaba, para que esperaran el permiso correspondiente, en una zona pegada a la alambrada que permitía fotografiarlos discretamente desde la edificación de Mando, si los responsables de Inteligencia lo consideraban oportuno.

Teníamos un centinela en la puerta principal que estaba cerrada por la típica barrera oscilante, una de cuyas misiones era advertir de la presencia de algún visitante y evitar, en la medida de lo posible, que los chavales se acercaran demasiado a la puerta y que ésta permaneciera “libre y despejada”. Un cabo sentado en un taburete en el exterior del cuerpo de guardia, controlaba esa barrera, aunque en ocasiones la labor la llevaba a cabo alguno de los cabos 1º o el propio suboficial.

La mañana iba transcurriendo sin novedad, no había visitantes y las horas iban transcurriendo plácidamente. Harto de tomar café, fumar y de machacarme los glúteos con el banco, salí a estirar las piernas por las cercanías del cuerpo de guardia.
Frente a la barrera, una señora y un anciano me miraban fijamente, me acerqué hasta el centinela y le pregunté qué hacía esa gente allí. El legionario Ascanio, que era un tío currante, cumplidor y además sobrino mío, puso cara de apuro, encogió los hombros, hizo una mueca y con la barbilla señaló al lugar en el que se encontraba el cabo “Metralla” que teóricamente debía ocuparse del control de los visitantes.

Me volví. El cabo, al que conocíamos como el “Metralla” era un firma de cuidado, de hecho su mote real era “el Metralleta” y lo traía con él cuando se vino a La Legión, se lo ganó en el barrio de San Cosme, en Barcelona, sabría él por qué. Conmigo tenía poco margen y procuraba cumplir a tope; en su tiempo lo pillé en dos renuncios consecutivos, tuvimos una charla constructiva, llegamos a un acuerdo y desde entonces procuraba comportarse conmigo como si de un santo se tratara, en justo pago a mi bondadosa comprensión.

Aunque resulte difícil de creer, el cabo se encontraba disfrutando de su game boy, una maldición bíblica para la concentración de los legionarios, que habían descubierto en Bosnia  la maquinita y el encanto sublime del Tetris, lo que ocasionó que prácticamente todos los legionarios, algún sargento de la básica y tenientes de infantería jovencitos se compraran la puñetera máquina y en cuanto te descuidabas se olvidaban del mundo y se concentraban en el juego de las narices.

Maldiciendo por lo bajo, me excusé con la pareja que esperaba y llamé al Metralla, el cabo absorto en la partida levantó una mano pidiéndome paciencia y continuó a lo suyo. Me sorprendió tanto que me apoyé en los sacos terreros mientras boqueaba. No me lo podía creer, que en La Legión un cabo pidiera que esperara a un teniente era algo impensable, pero que el Metralla me lo hiciera a mí, era absolutamente imposible. Aunque por muy imposible que fuera, me lo acababa de hacer.

Le di un bocinazo al Metralleta que esta vez dio el salto que yo esperaba la primera vez y a la carrera se acercó a la barrera,  al llegar a mi altura, mientras me saludaba, musitó lo que supuse sería una excusa. Ya en dos o tres ocasiones el uso indebido de la dichosa maquinita había ocasionado alguna disfunción, que diría un moderno, entre los usuarios del cacharrito y un servidor. Llevaba tiempo buscando la manera de que los legionarios utilizaran la dichosa máquina sólo en sus horas libres y de pronto me llegó la inspiración, lo tuve meridianamente claro, sabía ya cómo darles un escarmiento definitivo. Sólo conocía a alguien que tuviera una afición mayor por la game boy que los legionarios y esos eran los niños de Jablanica que literalmente babeaban a la vista de una de esas máquinas del diablo.

 Así que decidí llevar a cabo una acción que combinaba la solución a mi problema con el cabreo de los legionarios a los que ya había “advertido” seriamente y la alegría de los niños.

Me acerqué hasta el cuerpo de guardia, eran las 10,30 horas de la mañana y le dije al sargento 1º: Paco a las 11,00 quiero todas las game boys de los legionarios y cabos de la sección, en la mesa del cuerpo de guardia y ojo que ésta es una orden de las del rollo ese de “sin excusa ni pretexto”, así que el que tenga la desgracia de que la máquina no tenga pilas que se vaya preparando, porque no cuela. Ávila me miró entre pensativo y resignado, se levantó, saludó y  fue a cumplimentar la orden.

Me acerqué a la barrera que el Metralla había abierto para que pasara la pareja y salí a la calle. En la acera de enfrente cuatro chavales me miraban, les hice una señal para que se acercaran y hablé unos momentos con ellos, los chavales rieron felices y se desperdigaron.

Volví al interior del destacamento mientras Ascanio y el Metralla me miraban fijamente con aspecto preocupado. Me crucé con ellos, me saludaron, les contesté al saludo sin siquiera mirarlos y me acerqué al cuerpo de guardia para ponerme un café. Pensaba que me lo había ganado, encendí un cigarrillo y me dispuse a esperar acontecimientos mientras sonreía y el 1º Arienza me observaba con expresión inescrutable.

En pocos minutos comenzaron a aparecer game boy sobre la mesa del Cuerpo de Guardia, el infeliz propietario pedía permiso para entrar, dejaba sobre la mesa el cacharro y se despedía muy reglamentariamente; resultaba claro que se había corrido la voz de que estaba de mala leche, así que no hubo ningún intento de hablar conmigo. Cuando ya había aproximadamente veinte máquinas sobre la mesa le pedí a Arienza que formara la guardia. En cinco segundos la cosa estaba hecha y Arienza me daba la novedad correspondiente, le dije que estuvieran a discreción pero sin fumar ni hablar, los dejé unos minutos para que se cocieran en su propio jugo y salí a darles la charla.

Les expliqué cuál era el problema, no era una manía mía. El asunto del Tetris y las game boy distraía de tal modo a los legionarios que en ocasiones la puñetera máquina podía poner en peligro al jugador, al propio grupo y lo que es peor al cumplimiento de alguna misión. Puse como ejemplo al Metralla que estaba tan absorto jugando, que había pasado del centinela y para rematar había ignorado mis órdenes. Eso tenía que terminar y ya lo había advertido con antelación, más de dos y más de tres veces. Vista la reincidencia, ahora pondrían “voluntariamente” las máquinas a disposición de los chavales que ya se agrupaban en las cercanías de la puerta y que entrarían por turno para jugar al Tetris hasta la una de la tarde.

Advertí que era un aviso, pero que era el último. El siguiente problema con las máquinas y el tetris, le costaría al pringado el abandono de la misión, lo mandaría a España en el primer avión y su jefe directo me tendría que dar las explicaciones pertinentes y naturalmente añadí que si alguno tenía algún problema o quería opinar algo sobre su voluntario sacrificio, podían discutirlo con el Metralla que era el padre de la criatura. Sabía que le iban a maldecir los huesos, pero algo tenía que pagar mi colega de San Cosme.

Ordené que los niños se pusieran en fila y que fuera el propio Metralla, ayudado por el cabo Cayetano, un canarión que conducía el BMR de Ávila, los que se  encargaran de controlar los turnos. Al principio mi gente estaba un poco mosca, me constaba que en el destacamento, a veces había problemas para encontrar pilas y eso les preocupaba; pero poco a poco la alegría de los chavales fue impregnando el desolado Cuerpo de Guardia. No sé quién fue, pero alguien se ocupó y al poco rato había agua, zumos y pastelillos para los chavales, que entusiasmados le daban a las teclas con una concentración digna de mejor causa.

Fueron cambiando los turnos, las sonrisas infantiles resplandecían y sin darme cuenta llegaron las 13,00 horas y con la hora, la finalización del juego y la retirada de máquinas y jugadores. Miré hacia la salida y tuve la satisfacción de ver, mientras salía el último chiquillo dándonos las gracias, como una sonrisa iluminaba la fea cara del Metralla...

El próximo domingo seguiremos con la Guardia de Jablanica. Advierto a los lectores madridistas que estén atentos, el equipo de sus amores va a tener un papel muy importante en el desarrollo de la guardia y consecuentemente en el del relato. Si les quedan ganas, el domingo la tercera entrega del relato.


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