Se acerca la Navidad




Nos acercamos a la Navidad, un tiempo lleno de sonidos y sabores característicos. Hoy, apoyándome en la proximidad de estas fechas, pretendo hablar del sabor, de los sabores de la Navidad; aunque sé que va a resultar difícil, la elección del sabor representativo de estas fiestas.

Probablemente lo prudente sería retroceder hasta la infancia. La Navidad y la infancia son conceptos que caminan muy de la mano. Creo que fue Rilke el que afirmó que “La verdadera patria del hombre es la infancia” y en cuestión de sabores, los de ese tiempo marcan de manera muy importante, si no definitiva el gusto del adulto.

Quiero confesar una frustración, aunque no sé si sólo la sufro yo, o son de esas cosas que le pasan a todo el mundo y que por tanto debemos aceptar con una deportiva naturalidad. Me explico. Cuando alguien, hablando de comida, dice ¡qué bien huele!, de inmediato, el bienintencionado de turno, afirma optimista, ¡mejor sabrá! Lo que, desde mi experiencia, es absolutamente falso. En este fenómeno radica la insatisfacción a la que me refería.

Hay que convenir que las cosas, al menos las de comer, huelen mejor que saben. Uno de mis aromas culinarios favoritos es el olor de una tortilla francesa en el momento de su elaboración. Aunque, he de reconocer, que jamás me he comido una tortilla, cuyo sabor superara el aroma percibido durante su preparación. En general, la cocina “huele” mejor que sabe y creo que esa es una experiencia que compartirán ustedes conmigo. Pero vamos a dejar de lado esta pega y hablemos de los sabores navideños.

He de suponer que la mayoría, a bote pronto, se apuntará a lo del turrón, el cava, el pavo, el marisco, la pata de cochino, etc. O no. Yo recordaré, desde el íntimo convencimiento que han devenido en irrepetibles, dos sabores, que me han acompañado en fechas navideñas muy separadas en el tiempo; pero que para mí suponen el paradigma del sabor de la Navidad.

En primer lugar, vaya por delante mi infancia: El sabor de la sopa navideña de mi abuela María. Un milagro de la paciencia y de la calidad de los productos empleados en su preparación. Humildes, aunque tras la sabia y cuidadosa elaboración, ofrecían un resultado soberbio, fastuoso, que te reconciliaba con el mundo y la vida. Hasta el punto de conseguir que un servidor soportara, paciente y gozoso, la presencia de su primo Pepe sin intentar degollarlo, lo que se me antoja, sin duda, un auténtico milagro producido sin duda por el placer que me producía la ingestión de esa sopa irrepetible de mi abuela materna.

Y ya puestos a recordar, desde la nostalgia que produce la seguridad de que los milagros difícilmente se repiten; recordar digo, una crema de rape al azafrán, en la que, en una jornada venturosa, las diosas de la cocina y sus musas concitaron milagrosamente su sapiencia y su favor y se produjo el milagro de esa crema que, por definirla en pocas palabras, me limitaré a calificar de “i rre pe ti ble”. Aunque me va a ir mejor en la vida si a la acción de esas diosas y musas, añado la decisiva intervención de Tina, mi santa esposa, en la confección de aquel milagro culinario.

Dos sabores que siempre me transportarán a mi Navidad. Que eso tiene de bueno la festividad. Cada uno de ustedes, por poco que se esfuerce, recordará un sabor muy suyo, rescatado de la infancia o no, que lo trasladará automáticamente a estas fiestas. Ánimo y a ello.

Feliz Navidad a todos.

 

 

 

 

 

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