Hoy cumplo cuarenta y siete años... en la isla de Fuerteventura
He publicado repetidamente este comentario durante muchos
años porque no quiero dejar de recordar mi llegada a la bendita isla de
Fuerteventura. Me he limitado a cambiar en el título los años que cumplo en la
isla y me repito porque en primer lugar soy un pesado y por otro lado porque me
satisface muchísimo expresar los sentimientos que me produce el hecho de vivir
en la Isla.
Decía hace ya unos años y digo:
Reza la letra de un tango que “veinte años no es nada.” No me voy a poner a discutir con Gardel, en primer lugar, porque Movistar no presta servicio de médiums que me permita hacerlo; veinte años son nada o mucho, dependiendo de las circunstancias que hayan concurrido durante esos cuatro lustros a las distintas vicisitudes que haya experimentado el sujeto en esas dos décadas.
En segundo lugar, no hay debate porque Gardel canta sobre veinte años y yo pretendo escribir sobre cuarenta y siete, lo que me permite afirmar que cuarenta y siete años dan para mucho, sin entrar en discusión. Hoy se cumplen precisamente cuarenta y siete años de aquel lejano día de San Sebastián, es decir el 20 de enero del año 1976, en el que la Providencia me trajo hasta esta isla. Hace tanto tiempo, que ha pasado mucha agua bajo el puente, incluso en Fuerteventura donde mayormente somos de secano; pero de secano africano, que como todo el mundo sabe es un secano de primera categoría.
Siempre tuve presente a lo largo de todos mis años en esta isla, que al primer majorero que vi, fue al Matarife. Con posterioridad al conocerlo personalmente, el hecho de que Francisco fuera una persona magnífica con un corazón de oro me pareció un buen augurio. Su presencia en el muelle era la bienvenida que me daba Fuerteventura.
Bien, mi llegada tuvo casi todos los ingredientes que normalmente componen nuestra vida: Sorpresa, temor, curiosidad, inquietud, esperanza, sensaciones negativas y positivas. Como dice el refrán, en este mundo traidor no se cierra una puerta, sin que otra se abra. Resulta obvio tras cuarenta y siete años de residencia majorera, pero quiero dejar constancia aquí que jamás he tenido mejor idea que la que me impulsó a tomar el rumbo de este bendito rincón.
Fuerteventura tiene una magia, que quizás sólo percibimos los de fuera. Cuando llegas a la isla, esta te examina y decide si vas a quedarte o por el contrario vas a salir zumbando tal y como el gato escaldado huye del agua fría. Todos los que aquí viven habrán observado el súbito enamoramiento que se apodera de algunos recién llegados, mientras que otros por el contrario, a las pocas horas de llegar aquí ya están pensando en organizar su partida.
Ésta es una isla mágica, como mágicos son sus pobladores. Cuando llegué, empecé a conocer poco a poco la clase de gente que poblaba Fuerteventura. Personas descendientes de auténticos expertos en la supervivencia. Hijos de aquellos que soportaron una pobreza terrible con una dignidad que para sí quisieran muchos.
No voy a hablar de las playas, las dunas, etc., esa parte del paisaje que hemos segregado para disfrute de los turistas y de aquellos que han ido adquiriendo sus costumbres. Todavía queda la Fuerteventura sagrada, misteriosa, de los valles umbríos, los rincones olvidados, las higueras centenarias, los llanos por los que todavía algunos pueden ver la luz de Mafasca, la mar del norte, la de sotavento y el alisio.
La Betancuria histórica, con su catedral y sus ruinas franciscanas, testigos de razias y saqueos. Las leyendas, el puerto de Ajuí, el del Tostón, las brujas que aquí también han sido. Una Fuerteventura que los de fuera empezamos a amar a través de un palpito que nos dice desde muy adentro, que hemos llegado a nuestra tierra, si no la prometida, sí la que nos corresponde.
Una Fuerteventura que han amado tantos y tantos forasteros, con Unamuno a la cabeza si se quiere, cuyos escritos sobre la isla debieran ser estudiados obligatoriamente en la educación secundaria de la Isla. O la Fuerteventura de las milicias señoriales, aquellas que organizaban “entradas” a la Berbería o repelían ataques ingleses.
La de los habitantes prehispánicos y los normandos que aquí llegaron. O la de los andaluces que llegaron para poblar las tierras de La Antigua. Una Fuerteventura múltiple, árida, dura, pero capaz de permitir la vida de sus habitantes, gente de un carácter admirable, excepcional. Tierra de la perdiz moruna, de la tarabilla, del guirre, de la cabra, del camello, del bardino, del perenquén y ahora ... también de la ardilla
Una isla que me recibió, me examinó y me enamoró.
Me ha dado amor, trabajo, matrimonio, dos hijos, dos nietos, infinidad de amigos y la satisfacción de conocer e interactuar, durante estos largos cuarenta y sietes años con sus gentes.
Celebro hoy ese cumpleaños con Fuerteventura, mi isla, no de nacimiento, pero sí de sentimiento. Nací hace muchos años en Barcelona, amo la tierra que me vio nacer, pero cuando muera -si me dejan opinar- que cuando uno casca, su opinión cuenta más bien poco; sí sé dónde quiero que me entierren. En Fuerteventura, para que mis huesos contribuyan a mantener esa Fuerteventura hecha hueso, que decía el gran Unamuno.
Jamás se sabe cómo van a acabar las cosas, pero si quiero dejar muy claro, que la vida es más sencilla cuando el territorio en el que habitas te recibe y acepta. Y este es el caso. Por eso he querido expresar, en estas humildes líneas, mi agradecimiento a la Isla y a sus habitantes, los que lo fueron, los que lo son y los que lo serán. Muchas gracias, de corazón.
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